Una estudiante universitaria de Napoles había vivido serenamente hasta los 21 años de edad, pero cuando se puso de novia con un joven, comenzaron los problemas con sus padres con quienes discutía frecuentemente. De ángel de la casa se había transformado en una víbora dispuesta a morder a cualquiera. Se sentía infeliz, lloraba, consideraba a todos como enemigos, sobretodo a Dios, quien en cambio es el Bien infinito. Y de este modo eliminó el Señor de su vida, pero El no se olvidó de ella, y le tendió una trampa para “capturarla”. La madre de la joven decidió ir en peregrinación a Tierra Santa y logró convencer a la hija de acompañarla. En el grupo de peregrinos habían también algunos frailes de estricta observancia. Al inicio la “joven rebelde” tenía una actitud hostil hacia los religiosos y cuando tenía que hablar con ellos usaba palabras ásperas, pero cuando vio el comportamiento edificante que tenían, y el modo devoto y fervoroso de rezar, cambió su idea sobre ellos, meditó sobre la Pasión de Cristo y se arrepintió del mal hecho en toda su vida, obteniendo la absolución sacramental en la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén. Una religiosa le indicó un sacerdote con quien hablar, el cual desde ese momento comenzó a ser su padre espiritual. Aun asi, la estudiante no estaba del todo “rendida” y vivía su vida cristiana con compromisos, medias tintas y contradicciones. La conversión sucedió durante una peregrinación a Fátima, donde decidió tener un comportamiento más coerente. De regreso en Italia, pidió al padre espiritual que dirigiera su alma y la de su novio en vistas al matrimonio. Mientras tanto comenzó a recitar el Rosario cada día, cambió el modo de vestir, dejó de maquillarse y no frecuentó más las discotecas. Este cambio le causó muchos problemas con su familia, por lo tanto decidió transferirse al convento de las hermanas que había conocido en Tierra Santa para poder continuar más tranquila sus estudios universitarios.
La joven no tenía ninguna intención de hacerse religiosa, pero el padre espiritual le presentó esta posibilidad. Viviendo en el convento con las hermanas, comenzó a participar de la vida comunitaria y las oraciones en común, en vez de estudiar, leía las biografías de los santos. Comenzó a sentir por primera vez en su vida la llamada a la vida religiosa, pero buscó de sofocar dentro de sí esta inspiración, esforzándose para hacer callar la voz del corazón. Habló con el director, el cual le confirmó lo que temía, se trataba verdaderamente de la vocación. Asi dejó el convento y regresó a su casa, no quería escuchar hablar de vocación, y se dedicó a preparar las cosas de su matrimonio, para evitar que Dios interrumpiera sus proyectos. Mientras que estaba en los preparativos del casamiento, en vez de provocarle alegria le daban angustia. Todos se dieron cuenta de esto, pero ella no quería admitir que le faltaba la vida de oración con las hermanas y la relación íntima con Jesús, cosas que ya se le habían vuelto indispensables como el aire. Mientras tanto su habitación se había convertido en una celda monástica.
El día de su cumpleaños habló con las hermanas por teléfono y la invitaron a pasar algún día en el convento. Ella aceptó con alegría, porque su corazón estaba atraido por la vida religiosa. Hubiera tenido que permanecer solo un par de días, en cambio se quedó para siempre. El Buen Jesús la llamaba y ella se cansó de luchar, resistir y de huir. De este modo se abandonó al amor del Divino Redentor, y comunicó por teléfono a sus padres y a su novio la decisión de abrazar la vida consagrada. Junto a Jesús y María, se sentía finalmente feliz.